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Zitus Madrid, número 186

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Hay veces, casi siempre, que es convenientemente tirar del freno de mano de nuestras vidas. El ritmo vertiginoso de vivir en una ciudad como Madrid, en muchas ocasiones, nos impide frenar en seco y observar nuestro alrededor. Siempre con prisas de un lado a otro, que si los niños al colegio, corriendo al trabajo, extraescolares, partidos de fútbol, no queda leche…

Y no, no es que me haya puesto transcendental, pero en este mes de mayo, sin quererlo ni planificarlo, tuve la suerte de, inconscientemente, tirar de ese freno de mano y observar.

Era domingo y, para variar, iba con prisas a Sanchinarro para hacer fotos en el Centro Santa María la Paz, con motivo de la fiesta que celebran cada año por San Isidro. Mercadillo, sorteos con mi hija de mano inocente para las papeletas, -qué importante es el voluntariado desde niños-, muy buena música y mucho mejor la paella, el gazpacho y los dulces de postre. ¡Y todo por dos duros!

Y aunque había gente, me hubiera gustado ver las instalaciones del centro a rebosar, porque nunca fue tan fácil ayudar a hacer la vida más fácil a los casi 100 internos que allí luchan por tener una nueva oportunidad en la vida. Un plan familiar que cuando has ido una vez, no te lo pierdes cada año: te diviertes, los niños se lo pasan en grande, y comes muy, pero que muy bien, a la vez que aportas tu granito de arena.

Pero lo mejor es observar tanto a los internos, como a la gente que hace posible que eso salga adelante. Ver la cara de felicidad del Hermano Juan Antonio, con sus bailes incluidos, ver la entrega de todos los voluntarios en su afán de ayudar, no tiene precio. Igual que no lo tuvo poder volver a saludar a ese gran escritor, José María, que allí convive.

El tiempo se detuvo cuando una voz nos dijo, “¿puedo sentarme en este banco a comer?”. Era Javi, -no el actor, que también estaba- un interno de ojos azules que no habíamos visto en nuestras anteriores visitas. Y por supuesto que se sentó, al mismo tiempo que el tiempo se paró delante de mis narices. Con una educación exquisita nos brindó una comida de lo más amena en la que no faltaron las risas, ni el cariño con el que decía las cosas, ni el agradecimiento constante a las personas que se habían encargado de hacer la paella, ni el respeto con el que hablaba de sus compañeros.

Y esas prisas con las que había llegado, se evaporaron y me permitieron pensar, una vez más, que no somos conscientes de la suerte que tenemos y que no somos conscientes de cuánto podemos ayudar con pequeños gestos.

¡Gracias Javi por hacernos disfrutar a mi hija y a mí, de una jornada inolvidable! Pero sobre todo, gracias por tus lecciones de vida.